Por Javier Santacruz. Economista y Analista Financiero- Jefe del Servicio de Estudios de L’Institut Agrícola
La economía española es la que más pérdidas sufrirá en la UE en un escenario de sequía y aumento de temperatura con daños para el sector agroalimentario.
La subida intensa de las temperaturas en este verano, combinada con una reducción drástica de los volúmenes de precipitación, ha consolidado una situación de sequía que en varios puntos de España es particularmente alarmante.
Como sucede por la propia naturaleza de este tipo de fenómenos climatológicos, existen múltiples precedentes a lo largo de las décadas pasadas y nos permite establecer ciertas comparativas para evaluar los efectos económicos de la sequía.
En términos globales, según los cálculos realizados por la Agencia Europea del Medioambiente, entre 1980 y 2017, las pérdidas asociadas a la sequía y las olas de calor ascienden a 103.000 millones de euros en la Unión Europea, de las cuales sólo la sequía del año 2003 supone 16.760 millones de euros.
Antes de profundizar más en esta cuestión, conviene tener en cuenta que en los próximos años está aumentando la probabilidad de tener con más frecuencia e intensidad episodios consecutivos de sequías e inundaciones, para los cuales no estamos suficientemente preparados. Especialmente, los países del sur y oeste de Europa requieren de una preparación especial por estar sometidos ya de base a climas más áridos y secos de influencia mediterránea.
Una sequía cada vez más presente y de forma intermitente durante el año supone, por un lado, una destrucción permanente del potencial de producción agroalimentaria, la cual tiene que ser parcheada a corto plazo con un uso más intensivo de abonos nitrogenados, tratamientos fitosanitarios para el control de plagas y regadío intensivo.
En los casos en los que no se pueda intensificar estas palancas, la actividad primaria y transformadora debe reconvertirse hacia producciones más resistentes a la falta de pluviometría, pero que en la mayor parte de los casos es un cultivo con una menor productividad (en cultivos de secano como pastos, forrajes, algunas clases de oleaginosas y otras plantas de origen tropical que no requieren de mucha agua).
Varios artículos recientes estiman hasta en un 10% la caída de la producción agrícola bajo un escenario de incremento de temperaturas de 4ºC (Naumann et al., Nature Climate Change, 2021). Sin embargo, no estamos hablando de un futurible más o menos probable, sino de una realidad que se ha adelantado.
No estamos hablando de un futurible más o menos probable, sino de una realidad que se ha adelantado
Así, la falta de preparación de los sistemas de cultivo predominantes en España, de más incentivos a la innovación en las técnicas y la ausencia de un marco institucional favorable (no hay coordinación y conexión entre los mercados locales, múltiples asimetrías y regulación contradictoria y dispar), llevan inexorablemente a la sobreexplotación de los recursos especialmente tensionados como es el caso del agua y las tierras de calidad.
Precisamente, por otro lado, la materia prima más dañada es el agua. La ausencia de una visión basada verdaderamente en el ciclo integral lleva a los reguladores y grupos de presión a plantear cuestiones absurdas como el enfrentamiento entre el uso para riego, para uso industrial y para consumo humano, llegando incluso al extremo delirante como el que ha ocurrido este verano con la falta de hielo en los lineales de alimentación.
Dado que el agua se gobierna de, al menos, 1.700 formas diferentes sin una mínima integración y coordinación entre sí (es el número aproximado de entes que tienen competencias en materia de aguas en baja, alta, captación, distribución, tratamiento y saneamiento), el resultado no puede ser otro que el mismo de siempre: ante una sequía, se opta por los cortes de suministro sin coherencia ni consistencia. Ante una sequía, se opta por los cortes de suministro sin coherencia ni consistencia
Esta es la realidad que hace a España particularmente vulnerable frente a sequías prolongadas, continuando en los puestos de cabeza de los costes económicos a nivel europeo.
Tomando los cálculos realizados en un estudio realizado por el JRC de la Comisión Europea (Joint Research Centre) en 2020, una sequía continuada en el tiempo asociada a un incremento de 3ºC de la temperatura media provocará pérdidas anuales de 9.000 millones en la Unión Europea, de los cuales España sería el país que más sufriría esta situación (1.500 millones), seguida de Italia (1.400 millones) y Francia (1.200 millones).
Tomando el escenario más optimista, la mayor parte del impacto sería en el sector agroalimentario (en concordancia con los datos de Nature Climate Change, 39% del total del impacto), al que se suman los sectores de energía (22% del total) y agua urbana (9%).
Los tres sectores llevan al mismo lugar: el impacto sobre la oferta de agua dulce. En el primero de los casos por la disponibilidad para irrigación, en el segundo para la generación hidroeléctrica y en el tercero directamente para el consumo humano y animal.
Por tanto, es urgente diseñar y ejecutar una política de Estado encaminada a corregir la fragilidad (que no resiliencia, término mal traducido y completamente impreciso) de la agricultura y el agua en España ante la extensión de fenómenos climatológicos extremos.
Esto empieza por enumerar las inversiones públicas y privadas necesarias en infraestructuras hídricas, coordinación y conexión de mercados y la reconversión de políticas agrícolas que hasta la fecha se han movido en un marco de agricultura casi idílica como se pretendía plantear desde la Comisión Europea con guías políticas como las Estrategias ‘del campo a la mesa’ y ‘de la biodiversidad’.
Es necesario hacer un aprovechamiento intensivo de los recursos que tenemos, empezando por el sector forestal (¿por qué el Gobierno Sánchez-Díaz margina a la cogeneración y los biofuels con lo que está pasando?) y terminando por lo que históricamente han sido problemas y que hoy gracias a la tecnología existente son parte de la solución: la depuración de aguas para obtener agua regenerada y la gestión de los residuos urbanos.
Por último, otro elemento que no se puede dejar al margen es la gestión de los riesgos en dos vertientes: la inconsistencia de la política medioambiental con la limpieza de los bosques para evitar incendios y la reforma de los seguros agrarios.
Un sistema de seguros agrarios como el actual que debería haber avanzado más en los últimos años para instrumentar coberturas a precios razonables (esto es, con un grado de apoyo limitado por parte de la Administración). Entre 1980 y 2017 sólo el 12% de las pérdidas ocasionadas por fenómenos climatológicos extremos estaban aseguradas, teniendo que emplear en reiteradas ocasiones los fondos de contingencia tanto de la Administración Central como de las comunidades autónomas.
Artículo publicado en La Drecera 194 – agosto 2022 y en El Español