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«Una explotación sostenible y racional de la biomasa forestal reduce considerablemente el riesgo de incendios»

Por Javier Santacruz, Economista y Analista Financiero. Jefe del Servicio de estudios del Institut Agrícola

Publicado en THE OBJECTIVE

Si lo que se pretende es mitigar y adaptar el entorno natural y la propia actividad económica a un escenario de temperaturas más extremas, mayor volatilidad en el clima, menores volúmenes de precipitación y reducción de la calidad del aire, estamos yendo justamente en la dirección contraria. Más allá de los debates conceptuales sobre el cambio climático, algo sobre lo que gobierna una especie de ‘ley pendular’ atendiendo a la facilidad para generar eslóganes extremos, la política que se viene aplicando desde hace años con la principal riqueza natural que tiene España (la superficie forestal) es un desastre sin paliativos.

Sólo en determinadas ocasiones y momentos del año es cuando este tema aparece en primera plana de los medios de comunicación. En 2023 ha vuelto a ser Canarias (igual que en 2019) y, más concretamente, la isla de Tenerife la que está sufriendo un incendio de grandes dimensiones, comparable al de 2019 en la isla de Gran Canaria. Como es habitual, la discusión en torno al incendio se compone de tres elementos conocidos (y comunes): la insuficiencia o no de los medios de extinción, la vulnerabilidad ante cambios en las condiciones climatológicas y si el incendio ha sido provocado o no.

No se trata de invertir más allá de lo estrictamente necesario en parques de bomberos y medios para extinguir incendios. Tampoco en vigilancia sobre una superficie gigantesca, lo cual lo convierte en un ejercicio sin ningún sentido y racionalidad, dado que la probabilidad de que cualquier negligencia humana, acción consciente o inconsciente o simplemente algún elemento natural pueda desencadenar un incendio siempre existe. Al contrario: la prioridad máxima debe ser prevenir y acotar los incendios mediante una gestión adecuada, controlando el crecimiento de las masas forestales, evitando el envejecimiento de los bosques que se terminan convirtiendo en combustible pasto de las llamas y encontrando nuevas cadenas de valor con lo que hoy multiplica el riesgo de virulencia de un incendio.

Se trata, en el fondo, de articular una estrategia más inteligente que, además, maximiza la fijación de CO2 haciendo eficiente la única actividad (junto con el barbecho y el cambio de uso de tierras) que es ahorradora neta de gases contaminantes. Para poder cambiar, es necesario encontrarle un sentido económico. Y éste se encuentra en la valorización de los productos y subproductos que se obtienen del bosque, a través de un mercado potente y atractivo que convierta el aprovechamiento forestal en una actividad económica rentable y complementaria a otras más cercanas en el ámbito agrícola o ganadero.

 

«Una explotación sostenible y racional de la biomasa forestal permite obtener una fuente de riqueza estable y recurrente en el tiempo, además de reducir considerablemente el riesgo de incendios que cada año en promedio se lleva casi 100.000 hectáreas»

España es el tercer país de Europa con mayor volumen de masa forestal detrás de Suecia y Finlandia. Sin embargo, España es el octavo en aprovechamiento de la madera quedándose cada año en el monte del orden de 30 a 40 millones de m3/año de madera y biomasa que hasta ahora sirve, en su mayor parte, como combustible para el fuego y que bajo esta nueva óptica pueden tener una utilidad relevante.

Tanto por parte de las administraciones como por parte de los propietarios privados, una gestión sostenible del bosque no debe ser vista como un sumidero de recursos económicos que no puedan ser recuperables. En un país que tiene un importante déficit comercial por las importaciones de energía, precisamente, la gestión forestal sostenible es una fuente importante de biomasa convertible en energía gestionable, más limpia, menos contaminante y reductora del desperdicio de los recursos naturales. Una explotación sostenible y racional de la biomasa forestal permite obtener una fuente de riqueza estable y recurrente en el tiempo, además de reducir considerablemente el riesgo de incendios que cada año en promedio se lleva casi 100.000 hectáreas.

En este sentido, es necesario dividir entre dos tipos de gestión: por un lado, un plan de gestión de los espacios protegidos común a las diferentes figuras existentes tanto por las Directivas Aves y Hábitats como las creadas bajo figuras normativas nacional y autonómicas. Los planes de gestión obligan a sus responsables a rendir cuentas tanto en cantidad como en calidad de biodiversidad, acabándose uno de los vicios existentes en la actualidad que es hablar y actuar en nombre del medio ambiente, pero sin ofrecer ningún tipo de resultado tangible y auditable.

Y, por otro lado, en el caso de las propiedades privada y comunal, extender una figura de gestión como es el plan técnico de gestión y mejora forestal que, una vez aprobado, debe tener garantía de poder ser ejecutado (debe ser como derechos de tala refrendados por la Administración), y como tales deben poderse comercializar a terceros de manera que el propietario se beneficie de la venta con seguridad jurídica de los derechos de tala, al tiempo que las empresas gestoras de biomasa y forestales logran estabilidad en la carga de trabajo a medio plazo (lo que les permitiría invertir en maquinaria).