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Por Javier Santacruz, Economista y Analista financiero – Jefe del Servicio de Estudios del Institut Agrícola

 

Lo que prometía ser uno de los instrumentos decisivos para recuperar las rentas de los productores agroalimentarios, hoy en día ofrece un balance incierto. La Ley de la Cadena Alimentaria se aprobó y se está aplicando probablemente en la coyuntura más desfavorable de los últimos años. Una ley cuya finalidad fundamental es elevar precios bottom-up (del productor primario al consumidor final) por imposición normativa y que no va acompañada de reformas profundas de mercado que cambien la estructura de los márgenes y costes de la cadena de valor, en la práctica se convierte en un mecanismo que introduce más rigideces.

Parte de un punto de vista muy simplista y muy poco realista como es que, elevando los precios percibidos por los agricultores, toda la cadena de transformación, distribución y comercialización va a ceder asimétricamente en sus márgenes manteniendo o variando ligeramente el precio de venta final del producto. Pero también hay otro supuesto implícito que es la conservación de las actuales relaciones comerciales entre los miembros de la cadena. Obviamente en la vida real esto no es así: cada uno de los agentes, en función de su posición e influencia en el mercado, son capaces de cambiar su estrategia y definir nuevos proveedores o clientes. Dicho de una forma muy llana: por mucho que se quiera obligar al caballo a beber en el río, el caballo se puede negar.

En el fondo, el defecto principal es que no cae en la cuenta de que en toda la cadena alimentaria hay un “eslabón perdido”, y ése no es otro que el diferencial de precios entre los productos nacionales y los productos importados de países de fuera de la UE con características equivalentes. En este punto, existen dos ventajas competitivas que influyen decisivamente en la formación de precios percibidos por el agricultor. Por un lado, el precio al que se compra el producto en frontera frente a uno de origen nacional. Y, por otro lado, la disponibilidad del producto de manera constante y homogénea en el tiempo dentro del mercado nacional frente al extranjero.

Mientras que no se consiga integrar los actuales mercados dispersos sin conexión ni de información ni de transporte y exista un movimiento de cualificación de los productos en origen como señal de calidad, la Ley de la Cadena Alimentaria provocará un comportamiento más disfuncional y no conseguirá el propósito final que es aumentar los márgenes de los productores con respecto a los existentes en la cadena y que, al mismo tiempo, tenga un impacto reducido sobre el consumidor final. Estas disfuncionalidades se pueden resumir en dos puntos muy concretos: la evolución de las relaciones contractuales entre productores y los eslabones siguientes de la cadena y la diferencia entre precios percibidos y precios pagados.

Con respecto al primero, será muy interesante ver la evolución del número de contratos registrados en el futuro Registro que el Ministerio de Agricultura está preparando, al igual que sus cuantías, ya que con ello mediremos posibles cambios en las relaciones comerciales entre productores primarios, mayoristas y transformadores. Aunque sea por imperativo legal y bajo amenaza de sanciones importantes (aparte de la delación que tanto fomenta nuestra Administración), sería positivo ver cómo este Registro se pudiera convertir en una especie de “mercado organizado” que contribuyera a dar señales de precios cada vez con más información y periodicidad. Esto es fundamental para integrar los muy dispersos mercados agroalimentarios en España. Veremos hasta qué punto esto es más un deseo que una realidad.

En el caso del segundo, la diferencia entre los precios que pagan y cobran los agricultores tenderá a incrementarse mientras estemos en la actual coyuntura inflacionista porque uno de los efectos que el regulador no busca (pero provoca) con esta Ley es incentivar la inflación. Precisamente, que estemos en una fase primaria de aplicación de la Ley permite apaciguar las tensiones sobre los precios finales. Tomando los últimos datos publicados por el Ministerio de Agricultura correspondientes al mes de junio, el índice de precios percibidos por los agricultores ha crecido un 23,42% en términos interanuales, mientras que el índice de precios pagados por los agricultores se ha disparado un 40,16% interanual. El punto de partida es, en consecuencia, extraordinariamente complejo.

En suma, por muy complicada que sea la coyuntura, es el momento para que el ministro Planas tome una iniciativa reformista mucho más ambiciosa y no confíe toda su labor a la aplicación de una ley con incentivos inflacionistas y pensada para tiempos de bonanza.

Artículo publicado en El Nordeste de Segovia, 12.12.2022